Misogi es Aiki, Aiki empezó con Misogi (II)

 

La ciencia del bien y del mal es atributo únicamente de Dios que es omnisciente. El ser humano, por el pecado de orgullo, cree haber adquirido esta facultad y comete así el acto que le ata a la ley de causa y efecto (karma). En la Biblia de Jerusalén, en los comentarios sobre este versículo del Génesis, se lee:

“No es pues la omnisciencia que el hombre caído no posee, ni el discernimiento moral, que ya poseía el hombre inocente y que Dios no niega a su criatura racional. Es la facultad de decidir uno por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo, y de obrar en consecuencia: una reclamación de autonomía moral, por la que el hombre no se conforma con su condición de criatura”.

 

La capacidad de discernir la posee ya el ser humano ‘inocente’, y la poseen igualmente el resto de las criaturas. Pero el resto de las criaturas toman sus decisiones de acuerdo al plan divino, de acuerdo a las leyes de la naturaleza, lo que genera causas ‘previstas’, ‘pretendidas’, no ‘desequilibrantes’. Todas las criaturas eligen, deciden, para el bien propio, de la especie o del equilibrio ecológico. Dicho equilibrio “es el resultado de la interacción de los diferentes factores del ambiente, que hacen que el ecosistema se mantenga con cierto grado de estabilidad dinámica. La relación entre los individuos y su medio ambiente determinan la existencia de un equilibrio ecológico indispensable para la vida de todas las especies, tanto animales como vegetales. Los efectos más graves (causados a dicho equilibrio) han sido los ocasionados a los recursos naturales renovables: El Agua, El Suelo, La Flora, La Fauna y El Aire”. (Contaminación Ambiental (2012). El Equilibrio Ecológico).

 

Solo el ser humano con sus acciones ‘decididas’ al margen (creemos) de la voluntad divina provoca desequilibrios.

 

Claro que surgen voces –casi siempre interesadas, cómo no- arguyendo en contra de la responsabilidad del ser humano en estos desequilibrios. Incluso algunas aseguran que si la especie humana es parte de la naturaleza, todo cuanto haga obedecerá a leyes naturales. Como nuestras razones siempre son parciales, prácticamente a nadie podemos privarle de “su verdad”. Lo cierto y probado es que nuestra intervención acelera, ¡y de qué manera!, el desequilibrio ecológico. Nuestra relación individual y –principalmente- colectiva con el entorno, está determinando ¡de forma evidente!, la existencia de un desequilibrio ecológico apresurado.

Sí todo es ‘voluntad de Dios’, y seguramente este comportamiento obedecerá a los inescrutables designios divinos; pero no es esa la cuestión. La cuestión es: ¿Nuestras acciones están libres de egoísmo? Es evidente que no.

En cierta ocasión preguntaron a un Verdadero Maestro Espiritual (así, con mayúsculas) cómo puede saber uno si lo que hace está bien o está mal. La respuesta no pudo ser más clara: “Lo que te acerca a Dios está bien, lo que te separa se él, está mal”. Obrar egoístamente en cualquier decisión, incluso a costa de causar graves daños a nuestro entorno, ¿nos acerca a Dios? Devastar, incendiar, exterminar especies, masacrar a otros seres hasta de nuestra misma especie, esquilmar recursos naturales por comodidad y enriquecimiento personal, ¿nos acerca a Dios? Desarrollar nuestras tendencias ‘materiales’, nuestros deseos mundanos, apegarnos a placeres y afectos físicos o intelectuales, ¿nos acerca a Dios? Dirigir nuestros esfuerzos, nuestra atención, nuestro progreso hacia las cosas del mundo, ¿nos acerca a Dios? En resumen: ser egoístas, parciales, creernos en posesión de la verdad por encima incluso del respeto a la vida, ¿nos acerca a Dios? Parece evidente que todo esto solo servirá para aumentar nuestro ego. Entonces, y aunque sea una perogrullada, aumentar nuestro ego y por tanto, la ‘percepción’ de independencia de Dios, ¿nos acercará a él?

 

Ese es el error -el pecado bíblico-, el orgullo que condena al ser humano al dolor y al ciclo de nacimientos y muertes a causa de sus acciones: el hombre (y la mujer, ¡qué conste!) cree ser cómo Dios e independiente de él, lo que le condena a nacer y morir. Ya advierte de esto Dios a Adán (y a Eva, ¡vuelva a constar!):

“… mas del árbol de la Ciencia del bien y del mal no comerás, pues el día que comieres de él, morirás sin remedio”.

Y también le dice que a partir de su alzamiento, que le aleja del estado de beatitud –compartir la eternidad en Unión con Dios- comenzará a sufrir: “parirás con dolor” y “ganaras el pan con el sudor de tu frente”. O sea, con esfuerzo y sufrimiento. Vamos, lo que es el mundo ni más ni menos. Pero ¡ojo, qué esto no representa un castigo que Dios nos imponga! Dios solamente nos advierte de la consecuencia de nuestros actos. Son nuestros actos los que generan tales consecuencias. ¡No son un castigo que nos aplique nadie! Cuando le damos un martillazo a un cristal, la rotura del mismo no es un castigo, es la consecuencia del martillazo. El dolor que produce el pinchazo de una aguja mientras remendamos un calcetín (ya, ya sé que en estos tiempos los calcetines con tomates no se remiendan, se tiran; es un suponer) no es un castigo, es que nos hemos pinchado, y ¡eso duele!

 

“Lo que siembres cosecharás”.

 

Solo los humanos, llevados por el orgullo de creernos poseedores de la capacidad –infalible- de juzgar y decidir sobre el bien o el mal, aplicamos castigos y confundimos las consecuencias que nuestros actos provocan con correctivos –casi siempre tenidos por infundados e injustos cuando somos nosotros quienes los recibimos- en lugar de verlas como lo que son: oportunidades de mejorar, de saldar deudas, de practicar misogi.  

Si observamos las palabras bíblicas repararemos en que antes del pecado de orgullo, las acciones humanas no generaban causas que nos obligaran a padecer y morir. Son nuestros propios pensamientos, palabras y obras -decidir comer y llevarlo acabo, y lo que vino después- las que nos condenan a pagar las consecuencias.

 

Todas las filosofías, todas las escuelas místicas, todas las vías espirituales, tienen -presentadas de una u otra forma- bien explicada la ley de causa y efecto. Otra cosa es que por ignorancia o interesadamente se hayan malinterpretado. Como pasa con la bíblica ley del Talión que de ser una descripción clara de lo que representa la ley de causa y efecto o un estatuto de reciprocidad, bastante bien compensado, para la convivencia del ser humano en comunidad, la hemos transformado en sinónimo de venganza.

 

En el sintoísmo, por ejemplo, los dioses entregan al primer emperador de Japón, un descendiente directo suyo, o sea: un iluminado, un santo, una persona que realizada espiritualmente, un Buda, un Cristo…, los tres símbolos sagrados: la joya, el espejo y la espada. La espada sería el equivalente al árbol bíblico del Bien y del Mal: otorga al ser humano la capacidad de decidir entre dar la vida o dar la muerte. Decidir entre el bien y el mal. La capacidad de decidirlo por sí mismo, no sólo de distinguirlo y elegirlo. Pero, observemos que esta dote se le da a un ser perfecto, conectado a la divinidad, no a un humano cualquiera, no, a un representante de Dios o Dios encarnado en forma humana, “Yo y el Padre somos uno”, dice Jesús (Juan 10,30). A alguien per-fec-ta-men-te ecuánime, justo y cabal. La espada, además, simboliza extraordinariamente bien la enorme responsabilidad que esta herencia supone. La tremenda dificultad que representa aplicar correcta e imparcialmente tamaño poder. Una responsabilidad que no puede tener nadie que esté sujeto a las pasiones, nadie que no posea ‘igualdad y constancia de ánimo’, como dice el D.L.E., para definir la ecuanimidad. O lo que es lo mismo, que no esté completamente purificado. Representa, así mismo, la estrechez del camino por el que debe transcurrir el hombre –iluminado- al hacer uso de tal don. Un camino angosto, inflexible y peligroso –como el aguzado filo de la espada-, que no admite un solo traspiés y por el que únicamente puede pasar uno: o pasan la ética, la bondad, la perfecta justicia, la benevolencia, la pureza, o lo que es lo mismo, el espíritu; o pasa el ego. O pasa el Bien o pasa el mal, o pasa la Verdad o pasa el engaño, o pasa la Igualdad o pasa la diferencia. O la Unidad o la división; o el Amor o el odio. O pasa Dios o pasa el Demonio.

La espada pues, simboliza misogi. Nadie que no se haya purificado hasta la Iluminación puede tener más que una idea parcial, limitada, de las cosas, no tendrá una visón global –como tanto se dice en estos días- por lo que su juicio nunca será ecuánime. Hay que:

 

“Ponerse en pie en el Puente Flotante del Cielo”.

 

La visión completa del horizonte solo la tiene quien ha subido a la cima de la montaña.

 

¿Qué maravilloso paisaje se contemplará desde la cima del Monte? Solo desde ella puede contemplarse. (L.A.L.)

 

Los que aún estamos ascendiendo no tendremos nada más que la perspectiva que nos permita la altura que hayamos alcanzado. Además, ¡ojo!, hay dos condiciones: a la cima se llega empezando desde abajo, y cualquier traspiés puede hacernos caer y perder perspectiva. No hay peor traspiés que creerse más alto que los demás.

 

La joya, representa la esencia divina -una joya de inapreciable valor, según la definen casi todas las vías espirituales, que al ser encontrada por el humano otorgará a éste todas las riquezas del Universo; le reconvertirá en Dios. El espejo señala el lugar donde debemos buscar esa joya. Si deseas encontrarla mira en el espejo. Pero:

¡Nada podremos ver en un espejo sucio!

 

El ego es eminentemente traicionero, bajo sus dictados solemos defender con mucho mayor ahínco nuestros errores que nuestros defectos. Ante el desvelamiento del error negamos, tergiversamos o nos revolvemos como fieras. Esa suele ser la reacción. El ego, al serle señalada su equivocación, defenderá su decisión llegando incluso a culpar a quien se la haya mostrado –con la mejor intención- de ser el causante de ‘sus motivos’, el provocador de sus reacciones: el culpable. Empleará todas sus fuerzas en desprestigiar a quien le señale una falta, lo acusará de intemperante, de radical o de falsario. Dándole la vuelta a la tortilla se convertirá en pobre e incomprendida victima. Tal comportamiento servirá a sus fines aumentando su individualismo, su egolatría –el amor hacia sí mismo-; la separación y el distanciamiento de todo lo que no se acomode a sus opiniones. Todo lo que es antónimo de Unión.

Entre las palabras, leídas o escuchadas, a los grandes profetas del pasado y los maestros del presente, no he visto ni oído ninguna que haga alusión a la diferencia, a la separación, al resentimiento, a la indignación, al odio, al rencor, ni al desprecio de otras criaturas, o a la superioridad de unas sobre otras. Muy al contrario, todas hablan de amor, igualdad, de benevolencia, de hermandad, de unidad… Aiki.

 

“Para practicar plenamente el arte del Aikido, debes calmar el espíritu y regresar al origen. Limpiar el cuerpo y el espíritu retirando malicia, egoísmo y deseo”.

 

Una referencia más a lo que debemos hacer si queremos practicar realmente Aikido: misogi. Solo limpiándonos de malicia, deseo y egoísmo podremos, libres, regresar al origen.

Un hermoso haiku zen de Tama:

 

“Llévame contigo

libre de servidumbre vuela

cometa mío”.

 

 

“Todas las cosas, materiales y espirituales, surgen de una misma fuente y están relacionadas como si formaran una familia”.

 

La ciencia actual, con la investigación del ADN humano, ya ha llegado a esa misma conclusión: ¡No hay razas, todos tenemos un origen común! Todos estamos relacionados con todos. La física cuántica va más allá, y se aproxima más aún a la definición de O Sensei: a nivel subatómico estamos ‘emparentados’ con todo el Universo.

 

¡Todas las cosas: materiales y espirituales, proceden de una misma fuente!

 

La ‘individualidad’ –ego- es solo una herramienta para la supervivencia. ¡Nada más! ¡Una he-rra-mien-ta! Tenemos que prender a utilizarla, dirigirla, gobernarla, para su justa función y en su justa medida. No tiene atributos, cualidades ni capacidades propias. Sin nuestra intervención no es nada. Es como un robot al que, por ignorancia y pereza, hemos dejado gobernar nuestras vidas. Le hemos dado el mando de nuestros asuntos y de nosotros mismos. Y él, para mantenerse en su posición de privilegio, tiene que hacerse cada vez más y más importante, más poderoso, más necesario.

 

Es el ego quien crea diferencias, individualidades o personalidades, que carecen de existencia real.

 

Misogi es reconocer, aceptar y tratar de corregir, nuestras ‘faltas’, dar luz a nuestra confusión. Esa es la verdadera libertad. No la que nos vende la publicidad política, económica o social. La libertad de elegir según unos criterios condicionados, NO ES LIBERTAD. “¡Porque tú lo vales!”, es una tremenda falacia: ¡Tú no eliges!. El entorno económico-pólitico, el hambiente social y familiar nos condiciona desde que nacemos, y por mucho que viajemos, ‘aprendamos’; por mucho que hayamos creído ‘cambiar’, lo que suele ocurrir es que ese condicionamiento nos acompañe hasta la tumba.

Esto es invariablemente así, salvo en el caso – excepcional- de que hayamos decidido seguir de verdad el sendero de regreso a nuestra verdadera condición. Subrayo de verdad porque es cada vez más frecuente que la inmensa invasión (es un tema que me gustaría retomar más adelante)de sistemas y falsos gurús que surgen anegándolo todo con fórmulas ‘maravillosas’, métodos de ‘buen rollito’, o cómodos atajos, nos lleven a escoger un camino equivocado, que solo valdrá para alejarnos del Sendero más de lo que estamos; para confundirnos más… Y para llenarles los bolsillos a ellos.

“No somos seres humanos en busca de una experiencia espiritual –corrige nuestro yerro el Verdadero Maestro Espiritual-, somos seres espirituales pasando por una experiencia material”. (Como hemos dicho antes, desde hace relativamente poco, la física cuántica coincide con esa definición) Sólo podremos llegar a tener consciencia de esta realidad a través de misogi, constante y sincero. Y el Maestro no nos dice que esta experiencia vaya ha ser suave, cómoda y placentera. Dominar al ego requiere gran esfuerzo.

“No creáis que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada”

(Mateo 10/34)

(Os recomiendo leer este pasaje completo y si se tercia lo comentamos)

Enfrentarnos a nuestros apegos, apetitos y costumbres; descubrir nuestros errores, quitar los velos que cubren la Verdad, es una ardua tarea. Pero cuanto más alta es la cima más vasto y espléndido es el panorama que desde ella se contempla.

 

La verdadera humildad no es nada fácil, pero qué estupendas personas produce.

 

“Mírate, ¿eres perfecto? No, ¿qué derecho tienes entonces a criticar o corregir a nadie?

Mírate, ¿eres perfecto? No. Para serlo te falta el resto del Universo”.

(L.A.L.)

Lucio Álvarez Ladera

S. L. De El Escorial 13/07/16