Ego.

De manera gráfica, la conciencia y el ego comparten el espacio en nuestra mente. Dicho espacio es limitado, de modo que, cuanto más ocupa uno de ellos, menos espacio le deja al otro. Cuantos más recursos le dedicamos a uno, menos tenemos para el otro. Si uno crece, el otro, necesariamente, decrece.

El ego se dedica a actividades muy interesantes (lo que el Tao denomina “heces de la virtud”): criticar, quejarse, lamentarse, interpretar las intenciones ocultas de los demás, desear, detestar, intrigar, autocompadecerse, autocomplacerse, juzgar, poseer “la verdad”, sentirse ofendido, echar la culpa… Justificarse, poner excusas, estar resentido, intentar imponerse, tomarse las cosas de manera personal, querer llevar razón, querer quedar por encima, sentirse superior o inferior a los demás, ponerse a la defensiva, estar nervioso, temeroso, descentrado… Sentirse fracasado o ganador, resistirse, comparar, medir, sentirse culpable, esperar recompensas, buscar reconocimiento, mentir o exagerar para darse importancia, clasificar los acontecimientos en buenos a malos, convertir en enemigos a personas o situaciones, identificar defectos, estar impaciente, exhibirse, querer destacar, querer ser especial, hacer ruido innecesario, exigir atención… Hablar de sí mismo, dejarse llevar por los celos, propagar rumores, tener apego y dependencia, representar papeles, montarse películas, aferrarse a los hábitos, hacer reproches, ser rígido e inflexible…   

 

Todo este despliegue de encantos no sale gratis: consume una cantidad ingente de nuestra energía diaria y desvía nuestra atención de lo esencial. Sabemos que estamos a merced del ego cuando empleamos nuestra energía en estas tareas.

 

En esos “momentos egoístas” la conciencia está debilitada, arrinconada, ausente, desaparecida, K.O.; no es capaz de reaccionar ni de tomar el control del volante. El ego es entonces nuestro piloto automático, de manera que circulamos sin ser conscientes de lo que ocurre, sin saber por dónde vamos y, lo peor, ni siquiera nos daremos cuenta de que esto es así.

 

Tolle lo expresa claramente: si el ego ocupa demasiado espacio, si estamos poseídos por una mente egótica, estaremos totalmente identificados con el torrente incesante de pensamientos compulsivos y el patrón emocional que lo acompaña.  Quiere decir que circularemos en piloto automático gran parte del día, gran parte de nuestra vida, tal vez.

 

La enseñanza del Aikido es este trabajo personal, continuo, de fortalecer nuestra conciencia para ganarle terreno al ego. Apagar el piloto automático y retomar el mando de la nave. La manera de hacerlo  es estar atentos, despiertos, vigilantes, en alerta, para poder identificar cuando entramos en el campo de actividades del ego y poder reaccionar, parar el flujo de acontecimientos en cascada y  disociar los pensamientos de la realidad.

 

El ego es un adicto a la infelicidad; es torpe, ciego y ambicioso y, por tanto, suele causar sufrimiento en nosotros y en los demás. Si le damos terreno se hace cada vez más fuerte y va arrinconando nuestra conciencia hasta doblegarla y hacerla desaparecer.

 

Viajar en piloto automático puede parecer cómodo y fácil pero por momentos, quizá, tendremos la sensación de que algo no funciona, de que este viaje no es un viaje auténtico, de que éste no es nuestro viaje. Probemos la sensación nueva de ponernos nosotros al timón.

 

No importa en cuántas ocasiones el ego vuelva a resurgir y se apodere de nosotros de nuevo. Esto ocurrirá continuamente y no debe significar un problema. Sólo se precisa que nuestra conciencia se imponga a continuación, tan solo una vez más. (Fácilmente vemos en esto la analogía directa con el procedimiento del entrenamiento: caemos y volvemos a levantarnos, siempre, incesantemente.)

 

El modo en que hablas, miras o caminas lo dice todo. Por supuesto, también el modo en que entrenas sobre el tatami. Cuando el ego descansa nuestra presencia es natural, sencilla, sin pretensiones ni tensiones. El Universo funciona solo, a la perfección. Todo ocurre tal cual, todas las piezas encajan. No queremos ser nada más que lo que somos, no representamos papeles. Las palabras, o los silencios, fluyen sin forzar. No esperamos nada ni añoramos nada. Nuestras acciones son desenvueltas como las de los gatos.

 

(Saludos a todos y en especial al Maestro Lucio. Espero veros bien pronto.)

 

José Samiñán.

Octubre 2016