He vuelto a entrenar después de más de dos años sin pisar el tatami. Aunque no recomiendo dejar de entrenar ni un solo día, la sensación que tengo es que ahora estoy más preparado, más dispuesto, más ávido de aprovechar la enseñanza que se me brinda. Esa enseñanza, ancestral, carísima, no se ofrece en ningún otro sitio. No está en los colegios, ni en los libros, ni en las redes sociales, ni se vende en las tiendas o por internet. Nuestros padres tampoco la conocen. Sólo allí, en el dojo, bien atentos, pegados en silencio  a nuestro Maestro, podemos vislumbrarla, participar de ella, compartirla y constantemente actualizarla.

Esta enseñanza de la que hablo es diaria y personal, de cada uno, y no tiene principio ni final, de modo que no tengo prisa por llegar a ningún sitio, no hay nada que conseguir, nada que poseer, nadie a quién adelantar o ganar, ningún examen que superar, nada que demostrar. Esta enseñanza sólo está disponible para aquellos que están preparados para aceptarla y no tiene nada que ver con aprender técnicas ni movimientos ni nombres taxonómicos. Para ello, la confianza en el Maestro y en su lección debe ser absoluta, sin fisuras. De lo contrario perdemos el tiempo. Durante el entrenamiento nada está bien o mal hecho, nada es justo o injusto o apropiado o inapropiado. Simplemente estamos atentos, abiertos y dispuestos.

Es una enseñanza interior, un adiestramiento del espíritu, una vía para el crecimiento personal. Ya no me importa en absoluto si lo hago bien o mal o regular, no sé cómo lo hago, no dispongo nada. Simplemente intento estar tan atento y relajado como puedo, seguir las indicaciones y correcciones del Maestro e integrarme con los compañeros y conmigo mismo. No tengo que pensar ni no pensar.   No hay días buenos ni malos. Mis sensaciones no dependen de si me han felicitado o me han corregido, de si he servido de ejemplo positivo o negativo. Disfruto de mi enseñanza y me siento agradecido cada día por participar de esta intuición, de esta forma de entender el progreso, de esta idea trascendente sobre el Amor, el Universo y el Camino.

No soy joven ni viejo para hacer lo que hago. No he llegado tarde ni pronto. No soy bueno ni malo, no hábil ni torpe. No tengo miedo. No tengo nada que perder, nada que ocultar, nada que guardarme. Tampoco pretendo llevarme nada de nadie. Estoy disponible, no me importa con qué compañero trabajo, todos son igual de útiles, todos me enseñan, todos me dan. Intento practicar suavemente, con armonía, cuidando de mi compañero y de no lesionarme yo mismo, de no empeorar mis lesiones, pero también de ellas y del dolor se aprende, claro que sí. Después, terminado el entrenamiento, la enseñanza sigue, en todo lugar, en todo momento. De cada éxito y de cada fracaso, de cada caricia y de cada golpe, de cada buena y de cada mala acción. De las personas, de los gatos, de un árbol, de un arroyo, de las cosas aparentemente inertes, de la soledad, del silencio…, de todo se extrae enseñanza.

Estoy contento de haber vuelto. Lo hago justo en el momento apropiado, ni un minuto antes ni un minuto después. Es cierto que he olvidado cosas pero eso carece de importancia, no soy mejor ni peor que antes. Si comparto estos pocos pensamientos es con idea de inspirar a aquellos que puedan sentir que se han atascado en su progreso: la enseñanza del Aikido es paciente, siempre nos está  aguardando; no hay nada que medir ni analizar,  nada que evaluar ni ponderar: tan solo practicar, cada día.

José Samiñán       26/03/2017